Una noche en las terrazas de Belgrano

Buenos Aires. 3 de agosto 2007

Esa noche decidí quedarme en mi departamento. Miraba la tele, lo que encontrara. El que en ese momento era mi novio estaba al lado mío, en el sillón Ambos en silencio.
Tenía muchísimas ganas de fumar, pero a Rodrigo le molestaba el humo, así que a pesar del frío, decidí subir a la terraza.
Nunca subo a la terraza, pero creo que lo voy a hacer más seguido. Bajo la oscuridad de la noche, unos cuantos farolitos hacían que se viera muy bien el lugar: unas cuantas columnas con ganchos y cuerdas con ropas tendidas, las paredes que bordean la terraza y algunas construcciones para la ventilación. Me apoyé en una de las paredes que dan a la calle y veía pasar el tránsito mientras fumaba mi cigarrillo. Era una noche bastante fría. Me abrigué suficiente y estaba pensando en… ¡Uy! ¡escucho la puerta de la terraza que se abre! No es una noche para hacer sociales, así que si no me ven, mejor.
Me escondí atrás de una de las columnas con tenderos de ropa y seguí fumando tranquila. A pocos metros de mi, se apoyaron también en la pared a la calle dos chicas. Una de ellas muy jovencita, tendría 20 años, con pelo claro, quizá rubio. Bien delgadita y de poco pecho, por lo que pude ver. Estaba de espaldas y traía un jean ajustado… ¡que colita que tenía! ¡hermosa! No suelo pensar en mujeres, pero su pose era muy estimulante.
Frente a ella, y de frente a mí, la otra mujer parecía algo más grande. Quizá unos 30 y pico. Morocha, de pelo ondulado. Podía ver unos pechos enormes asomando por un escote. Ninguna de las dos parecía tener el frío que yo.
Hablaban muy de cerca… Me extrañó eso, con lo que me quedé mirando un momento, hasta que… ¿se están besando? No pude distinguir bien hasta ver como la mano de la treintona se deslizaba por ese culito tan parado… primero sobre el jean, después por dentro… ya en ese momento la mano ansiosa de la jovencita sacó con asombrosa velocidad una de las tetas de su compañera de su blusa, para acariciarla suavemente y pronto su cabeza bajó, seguramente para poner el pezón en su boca.
La madura gemía, entre dientes, pero con entusiasmo. No podía resistirse, así que pronto se sacó el pantalón negro que traía, y dejó ver una tanga negra bien pequeña: sin pantalón pude ver las prominentes curvas en la cadera de la mujer, y esa tanga tan finita la hacía parecer de piernas bien turgentes. Era una mujer muy alta.
El chirrido de la puerta de la terraza se escuchó otra vez, y esta vez fuimos tres las que sorprendidas. Ellas no tuvieron tiempo ni de moverse y ya habían sido vistas por el nuevo visitante: el conserje.
La jovencita prontamente se ajustó su calzado pantalón, pero la madura se quedó como estaba: exhibiendo su tanga finita y con un pecho fuera de la blusa. El conserje la miró mientras balbuceaba unas pocas palabras, pero la mujer tomó la iniciativa, y mientras se le acercaba lentamente, paso a paso, con sus tacos golpeteando, le decía “Disculpe… no sé… si estaremos haciendo mucho… ruido” y cuando terminó de decir las palabras, ya estaba frente a frente con el conserje y su mano derecha estaba aprisionando, como garra, su bulto. Este, algo más bajito que la mujer, y de unos diez años mayor, no hizo el menor movimiento, quizá estaba algo confundido y antes de entrar en razón la rubia se le acercó, se arrodilló y al hacerlo me dejó ver como asomaba una tanguita blanquecina por debajo de los jeans. Empezó a lamer la mano de la otra mujer, que sostenía el bulto… primero lentamente, cada dedo, el dorso completo, la muñeca, repleta de pulseras. La otra mujer empezó a tocarse los pechos, y luego la vagina. Su mirada perdida en el cielo y gimiendo entre dientes.
El conserje miraba, todavía atónito, la lengua de la rubia, que cada vez se alocaba más, la poseía la excitación y el deseo, y lamía con fuerza y velocidad toda la mano… rozando cada tanto el bulto. Esa zona del pantalón celeste del conserje, estaba bien mojada de saliva.
Finalmente se arrodilló la morocha y empezó a besar a su compañerita. El conserje quedó parado y mostró lo suyo: no era tan grande como parecía, tampoco muy chica. Lo que sí tenía grande eran las bolas. Las mujeres lo ignoraron y siguieron tocándose y besándose. El jean de la rubia ya estaba a la altura de los muslos y su tanga blanca y su cola parada y turgente jugaba con uno de sus pies, acariciándose a sí misma. La mujer madura tenía ya sus dos pechos afuera, balanceándose. No habían perdido mucha gravedad.
El hombre estaba parado (en todo sentido) y con cara de estúpido dijo algunas cosas que no entendí. A lo cual la morocha le tomó el pene y lo observó, como si se tratara de una joya. Miró al conserje a los ojos, acercó su boca al glande y le respiró encima, tirándole su aliento cálido. Luego la soltó, se paró, dio media vuelta, y metió la cara de su compañera entre sus nalgas. Ella lamía con pasión toda la tanga, hasta correrla de costado y lamer más allá de lo que mi vista me permitía ver.
El conserje, quizá ya más entrado en razón, empezó a pajearse. Eso pareció gustarle a la rubia, que entre lamidas de ano le echó una mirada furtiva al hombre y luego le dio tres lengüetazos (como si de un helado se tratara) al glande, y lo escupió. Siguió en su tarea con la morocha, la que se dio vuelta y se bajó la tanga. Ahora la rubia lamía su clítoris y la morocha había reemplazado la mano del conserje por la suya. Al poco tiempo empezó a gemir con fuerza, ya parecía no importarle el ruido, y luego se calmó. La morocha había acabado, pero no se apaciguaba. Tomó a la rubia por un brazo y la hizo parar bruscamente. La dio vuelta como si la fuera a castigar y la hizo inclinarse de tronco, dejando la jugosa cola a su disposición. Empezó a frotarla con su pelvis y dejó al conserje poner su pene entre las dos, sin penetrar a ninguna.
La rubia tenía los ojos desorbitados y se tocaba con una mano los pechos y con la otra su vagina y la de su amiga.
La morocha corrió hacia un lado la fina tanga de la joven, y tomó firmemente el pene del conserje. Lo introdujo mientras lo sostenía, y lo sacó. Repitió el movimiento unas cuantas veces: ella lo manejaba, como si se tratara de un consolador.
Al conserje pareció dolerle, porque hizo una exclamación. La morocha lo miró y le pidió disculpas, mientras se llevaba el pene a la boca, lo succionaba, lo metía bien adentro y lo lamía.
El hombre ya no daba más, y exclamó que estaba acabando, a lo cual la morocha se detuvo, aunque se la seguía sosteniendo. Colocó su lengua en el culito de la rubia y ésta, que no había dejado de tocarse, empezó a gemir con fuerza y se dio vuelta, presentando su lengua a la otra mujer. Empezaron a besarse, nuevamente de rodillas en el suelo.
Creo que el plan de la mujer era que el conserje aun no acabara, y por eso le sostenía el pene. Con los besos de la rubia, pareció olvidarse de su plan y lo soltó, poniendo su mano en el ano de la rubia, mientras ésta le chupaba las tetas… y ahí sí, el conserje empezó a hacerse la paja, pero esta vez sabía muy bien lo que quería: tomó la cabeza de la morocha, completamente dejada llevar por la pasión, y se la metió en la boca. Ella lo empezó a chupar con furia, y al ver esto, la rubia escupió en la pija, le dio unas cuantas lamidas a las bolas y siguió con las tetas de la morocha. El conserje empezó a gemir, se la agarró y apuntó en las tetas de la morocha y la boca de la rubia, que hasta ese momento seguían juntas.
La jovencita supo enseguida lo que se le venía encima, con lo que se desencadenó en excitación y lamía con fuerza y rapidez: un pezón luego el otro, luego el glande y estaba en uno de los pechos cuando el hombre soltó la leche… ¡uf! ¡cuanta!
Creo que la rubia realmente deseaba la compañía de un hombre, porque refregó todo su rostro en el semen, succionó el glande hasta que no le quede una gota y siguió lamiendo las tetas de la morocha en las partes más salpicadas.
La morocha no parecía tan contenta, pero se dejó chupar y cuando la rubia le ofreció la boca, lo dudó por un instante, pero luego le aceptó los besos y ambas yacieron besándose y refregándose el semen del conserje.
Para cuando terminé de ver esa escena, el hombre ya se había ido. La verdad hasta el día de hoy no sé cómo mirar a la cara de ese hombre sin sonrojarme.
Yo volví a mi departamento y Rodrigo ya estaba dormido… tuve que tocarme sola.

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